sábado, 27 de junio de 2009

Maria veronica león


Ella trabajaba junto al maestro Oswaldo Guayasamín, en su taller, unos enormes paneles murales que servirían para la Capilla del Hombre. Cuando logró descender me extendió una mano embadurnada de acrílicos que yo apreté gustoso. El viejo zorro la miraba emocionado. María Verónica poseía la chispa de la juventud y esos ojos ávidos, ansiosos, capaces de absorberlo todo.
Luego surcamos las noches de Quito y sus bares secretos. Hubo otros encuentros. Ella fue invitada a exponer en el Museo de Arte Moderno y presentó una enorme y chocante vagina ensangrentada, hecha de no sé qué materiales. Se salvó de la inocente ira de los isleños y se refugió en París.
Allí fui a visitarla. Su buhardilla no había de tener más de cuatro metros cuadrados. De las cortinas del baño colgaban lienzos en proceso de secado. A veces pinta retratos, y ciudades inhóspitas sacudidas volcanes, huracanes y temblores. Ella se arroja desnuda sobre el suelo y pinta con una pasión desbordada, cautivante, incontenible.

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