martes, 7 de julio de 2009



Me costó años de investigación cuidadosa, agitadas noches de insomnio, además de caer en una maraña de incomprensiones y vicisitudes. Los libros de medicina guardaban hermético silencio. Los místicos se habían ido demasiado lejos y se diluían en extensas meditaciones. Fue en una de esas meditaciones que quedé absorto contemplando mi ombligo. Un simple pliego en espiral invertida, con un oscuro punto interior que subía, bajaba y se desdoblaba con lenta y deliciosa movilidad.
Mis ojos estaban atentos contemplando la oscilación y casi instantáneamente quedé hipnotizado, transportado a los dichosos días de mi vida uterina. Todo lo recibía entonces por el cordón umbilical: El amor, el afecto, el alimento. Era por ese oído alargado que percibía ritmos, latidos, pulsaciones. Me preguntaba ahora por qué aquellas funciones habrían de concluir abruptamente. Por qué habíamos reducido el ombligo a simple cosedura, a recuerdo inenarrable del tiempo en que nadie nos conocía, cuando aun no teníamos nombre ni apellido; a símbolo que no puedes borrar con un simple estropajo de baño.

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