jueves, 2 de julio de 2009
MARCO ANTONIO RODRÍGUE
Mucho tiempo (toda su juventud) pasó el gran artista pensando en un simple sello para firmar sus obras. Con algún logogrifo (enigma que resulta de una combinación arbitraria de las letras de cualquier palabra), o abarrotado de cruces diminutas, o de líneas que remitían a los quipos o simplemente vacío. ¿Miedo, timidez, humildad -de convicción por cierto, pues no hay asomo de pose en este artista- o un anhelo oculto de desconcertar al espectador no solo con los hondos y avasalladores sentidos de sus composiciones: óleos, dibujos, grabados, retablos, objetos, instalaciones, sino también dejándolas anónimas?
Por la memoria de Enrique Estuardo Álvarez rondan implacables conceptos de nuestros imagineros, quienes, a más de no abdicar de su cosmovisión ni de su religión (recuérdense sus vírgenes emplumadas, sus soles devenidos en Dios Padre, sus papagayos volando junto a ángeles), se mostraban reacios a firmar sus telas.
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