jueves, 2 de julio de 2009

JORGE ANTONIO E SILVA



Hay un clima de ausencia en la obra de Enrique Estuardo Álvarez. Es como sí sus personajes aguardaran por un momento epifáníco que les condujera a un encuentro festivo con lo sagrado, aunque todos se reconozcan profanadores de algún orden desconocido. Esa característica se extiende por toda la historia, teniendo el pasado en intento de diálogo con el presente; va por los medios de comunicación masivos; pasa por la ancestralidad indígena y llega al propio artista cuando se disloca como metáfora de sus representaciones. Otro elemento se hace presente en la densa iconografía del artista: la duda como método de descubiertas subjetivas que se renuevan a cada paseo de la mirada sobre sus cuadros de realidad disimulada. Es imposible ser indiferente a esos juegos de imágenes metonímicas que proponen indagaciones sin indicar una respuesta al fruidor. Este, delante de la implacable paleta de Álvarez invoca a la vacuidad de la condición humana, el extrañamiento de su propia realidad y la duda como principio de todo el conocimiento acerca del hombre. Hay un dialogo astuto hecho de simulaciones calculadas. Desesperadamente, en la espacialidad geométricamente determinada en escenario de rara belleza y monumentalidad, oro y oscuridad difusa, persiste un habla de decodificación personal entre el pasado y el presente, entre artista y obra, entre obra y espectador.

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